domingo, 16 de octubre de 2011

Existir...

Un día escribí sobre ser un gorrión. Una entrada simple, un poco naif si se quiere. En verdad, intentaba escribir un momento de la vida, un sensación extraña que sentí una vez, al mirar un gorrión. Una sensación de fundirme en aquel animal, y de pronto, ser él, con la misma intensidad con la que soy yo (o tal vez con más intensidad). Pero la sensación pasó, y cuando intenté escribirla, había perdido un poco de sentido. Había perdido, al menos, nitidez. Había dejado de ser algo real, para ser simplemente un recuerdo.
Hoy leyendo La Náusea, leí a Sartre describir cómo su personaje se sintió de repente con conciencia del mundo, y me emocioné hasta las lágrimas. Es lo hermoso de la literatura. Lo que me hace amarla con todo mi ser. Esa capacidad de describir con palabras sensaciones, sentimientos tan pronfundos, tan complejos, con tanta claridad. Les dejo el fragmento, si tienen tiempo leanlo, porque realmente vale la pena.

"No puedo decir que me sienta aligerado ni contento; al contrario, eso me aplasta.

Sólo que alcancé mi objetivo: sé lo que quería saber; he comprendido todo lo que me
sucedió desde el mes de enero. La Náusea no me ha abandonado y no creo que me
abandone tan pronto; pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad ni un acceso
pasajero: soy yo.
Bueno, hace un rato estaba yo en el Jardín público. La raíz del castaño se hundía
en la tierra, justo debajo de mi banco. Yo ya no recordaba que era una raíz. Las
palabras se habían desvanecido, y con ellas la significación de las cosas, sus modos 
de empleo, las débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie. Estaba
sentado, un poco encorvado, baja la cabeza, solo frente a aquella masa negra y
nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa iluminación.
Me cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos días, lo que
quería decir “existir”. Era como los demás, como los que se pasean a la orilla del mar
con sus trajes de primavera. Decía como ellos: “el mar es verde”, “aquel punto blanco,
allá arriba, es una gaviota”, pero no sentía que aquello existía, que la gaviota era una
“gaviota-existente”; de ordinario la existencia se oculta. Está ahí, alrededor de
nosotros, en nosotros, ella es nosotros, no es posible decir dos palabras sin hablar de
ella y, finalmente, queda intocada. Hay que convencerse de que, cuando creía pensar
en ella, no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía o más exactamente una palabra
en la cabeza, la palabra “ser” O pensaba... ¿cómo decirlo? Pensaba la pertenencia,
me decía que el mar pertenecía a la clase de los objetos verdes o que el verde
formaba parte de las cualidades del mar. Aun mirando las cosas, estaba a cien leguas
de pensar que existían: se me presentaban como un decorado. Las tomaba en mis
manos, me servían como instrumentos, preveía sus resistencias. Pero todo esto
pasaba en la superficie. Si me hubieran preguntado qué era la existencia, habría
respondido de buena fe que no era nada, exactamente una forma vacía que se
agrega a las cosas desde afuera, sin modificar su naturaleza. Y de golpe estaba allí,
clara como el día: la existencia se descubrió de improviso. Había perdido su
apariencia inofensiva de categoría abstracta; era la materia misma de las cosas,
aquella raíz estaba amasada en existencia. O más bien la raíz, las verjas del jardín, el
césped ralo, todo se había desvanecido; la diversidad de las cosas, su individualidad
sólo eran una apariencia, un barniz. Ese barniz se había fundido, quedaban masas
monstruosas y blandas, en desorden, desnudas, con una desnudez espantosa y
obscena.
Me guardé de hacer el menor movimiento, pero no necesitaba moverme para ver,
detrás do los árboles, las columnas azules y el candelabro del quiosco de música, y la
Véleda en medio de un macizo de laureles. Todos esos objetos... ¿cómo decirlo? me
incomodaban; yo hubiera deseado que existieran con menos fuerza, de una manera
más seca, más abstracta, con más moderación. El castaño se apretaba contra mis
ojos. Un moho verde lo cubría hasta media altura; la corteza, negra e hinchada,
parecía cuero hervido. El ruidito de agua de la fuente Masqueret se deslizaba en mis
oídos, anidaba allí, llenándolos de suspiros; colmaba mi nariz un olor verde y pútrido.
Todas esas cosas se dejaban llevar, dulce, tiernamente, por la existencia, como esas
mujeres cansadas que se abandonan a la risa y dicen: “Es bueno reír”, con voz
húmeda; se desplegaban unas frente a otras, se confiaban abyectamente su
existencia. Comprendí que no había término medio entre la inexistencia y esa
abundancia en éxtasis. De existir, había que existir hasta eso, hasta el verdín, el
abotagamiento, la obscenidad. En otro mundo, los círculos, los aires musicales
guardan sus líneas puras y rígidas. Pero la existencia es una sumisión. Árboles,
pilares azul nocturno, el estertor feliz de una fuente, olores vivientes, neblinas de calor
suspendidas en el aire frío, un hombre pelirrojo digiriendo en un banco: todas estas
somnolencias, todas estas digestiones tomadas en conjunto ofrecían un aspecto
vagamente cómico. Cómico... no: no llegaban a eso, nada de lo que existe puede ser
cómico; eran como una analogía flotante, casi inasible, con ciertas situaciones de
vaudeville. Éramos un montón de existencias incómodas, embarazadas por nosotros
mismos; no teníamos la menor razón de estar allí, ni unos ni otros: cada ano de los
existentes, confuso, vagamente inquieto, se sentía de más con respecto a los otros.
De más: fue la única relación que pude establecer entre los árboles, las verjas, los
guijarros. En vano trataba de contar los castaños, de situarlos con respecto a la
Véleda, de comparar su altura con la de los plátanos: cada uno de ellos huía a las
relaciones en que intentaba encerrarlo, se aislaba, rebosaba. Yo sentía lo arbitrario de
estas relaciones (que me obstinaba en mantener para retardar el derrumbe del mundo
humano, de las medidas, de las cantidades, de las direcciones); ya no hacían mella
en las cosas. De más el castaño, allá, frente a mí un poco a la izquierda. De más la 
Véleda ...
Y yo —flojo, lánguido, obsceno, digiriendo, removiendo melancólicos
pensamientos—, también yo estaba de más. Afortunadamente no lo sentía, más bien
lo comprendía, pero estaba incómodo porque me daba miedo sentirlo (todavía tengo
miedo, miedo de que me atrape por la nuca y me levante como una ola). Soñaba
vagamente en suprimirme, para destruir por lo menos una de esas existencias
superfinas. Pero mi misma muerte habría estado de más. De más mi cadáver, mí
sangre en esos guijarros, entre esas plantas, en el fondo de ese jardín sonriente. Y la
carne carcomida hubiera estado de más en la tierra que la recibiese, mis huesos, al
fin limpios, descortezados, aseados y netos como dientes, todavía hubieran estado de
más; yo estaba de más para toda la eternidad.
La palabra Absurdo nace ahora de mi pluma; hace un tato, en el jardín, no la
encontré, pero tampoco la buscaba, no tenía necesidad de ella; pensaba sin palabras,
en las cosas, con las cosas. El absurdo no era una idea en mi cabeza, ni un hálito de
voz, sino aquella larga serpiente muerta a mis pies, aquella serpiente de madera.
Serpiente o garra o raíz o garfas de buitre, poco importa. Y sin formular nada
claramente, comprendía que había encontrado la clave de la Existencia, la clave de
mis Náuseas, de mi propia vida. En realidad, todo lo que pude comprender después
se reduce a este absurdo fundamental. Absurdo: una palabra más; me debato con
palabras; allá tocaba la cosa. Pero quisiera fijar aquí el carácter absoluto de este
absurdo. Un gesto, un acontecimiento en el pequeño mundo coloreado de los
hombres nunca es absurdo sino relativamente: con respecto a las circunstancias que
lo acompañan. Los discursos de un loco, por ejemplo, son absurdos con respecte a la
situación en que se encuentra, pero no con respecto a su delirio. Pero yo, hace un
rato, tuve la experiencia de lo absoluto: lo absoluto o lo absurdo. No había nada con
respecto a lo cual aquella raíz no fuera absurda. ¡Oh! ¿Cómo podré fijar esto con
palabras? Absurdo: con respecto a la grava, a las matas de césped amarillo, al barro
seco, al árbol, al cielo, a los bancos verdes. Absurdo, irreductible; nada —ni siquiera
un delirio profundo y secreto de la naturaleza— podía explicarlo. Evidentemente, no lo
sabia todo; no había visto desarrollarse el germen ni crecer el árbol. Pero ante aquella
gran pata rugosa, ni la ignorancia ni el saber tenían importancia; el mundo de las
explicaciones y razones no es el de la existencia. Un círculo no es absurdo: se explica
por la rotación de un segmento de recta en torno a uno de sus extremos. Pero
además un círculo no existe. Aquella raíz, por el contrario, existía en la medida en que
yo no podía explicarla. Nudosa, inerte, sin nombre, me fascinaba, me llenaba los ojos,
me conducía sin cesar a su propia existencia. Era inútil que me repitiera: “Es una
raíz”; ya no daba resultado. Bien veía que no era posible pasar de su función de raíz,
de bomba aspirante, a eso a esa piel dura y compacta de foca, a ese aspecto
aceitoso, calloso, obstinado. La función no explicaba nada; permitía comprender en
conjunto lo que era una raíz, pero de ningún modo ésa. Esa raíz, con su color, su
forma, su movimiento detenido, estaba... por debajo de toda explicación. Cada una de
sus cualidades se le escapaba un poco, fluía fuera de ella, se solidificaba a medias,
se convertía casi en una cosa; cada una estaba de más en la raíz, y ahora tenía la
impresión de que la cepa entera rodaba un poco fuera de mí misma, se negaba, se
negaba, se perdía en un extraño exceso. Raspé con el tacón aquella garra negra;
hubiera querido descortezarla un poco. Para nada, por desafío, para que apareciera
en el cuero curtido el rosa absurdo de un rasguño; para jugar con el absurdo del
mundo. Pero cuando retiré el pie, vi que la corteza seguía negra.
¿Negra? Sentí que la palabra se desinflaba, se vaciaba de sentido con una rapidez
extraordinaria. ¿Negra? La raíz no era negra, no era negro lo que había en ese trozo
de madera, sino... otra cosa; el negro, como el círculo, no existía. Yo miraba la raíz:
¿era más que negra o más o menos negra? Pero pronto dejé de interrogarme porque
tenía la impresión de pisar terreno conocido. Sí, ya había escrutado, con esta
inquietud, objetos innominables, ya había intentado —en vano— pensar algo sobre
ellos, y ya había sentido que sus cualidades frías e inertes se hurtaban, se deslizaban
entre mis dedos. Los tirantes de Adolphe, la otra noche, en el Rendez-vous des
cheminots. No eran violeta. Volví a ver las dos manchas indefinibles en la camisa. Y el
guijarro, aquel famoso guijarro, origen de toda esta historia: no era... no recordaba
bien, a punto fijo, qué se negaba a ser. Pero no había olvidado su resistencia pasiva.
Y la mano del Autodidacto; la tomé y estreché un día, en la biblioteca, y después tuve
la impresión de que no era una mano. Pensé en un gran gusano blanco, pero
tampoco era eso. Y la turbia transparencia del vaso de vidrio, en el café Mably.
Turbios: eso es lo que eran los sonidos, los perfumes, los sabores. Cuando corrían
rápidamente, como liebres, delante de las narices, y no se les prestaba demasiada
atención, podía considerárselos muy simples y tranquilizadores, podía creerse que
había en el mundo verdadero azul, verdadero rojo, un verdadero olor a almendra o a
violeta. Peto al retenerlos un instante, este sentimiento de confort y de seguridad
cedía el sitio a un profundo malestar: los colores, los olores, los sabores nunca eran
verdaderos, nunca simplemente ellos y nada más que ellos mismos. La cualidad más
simple, la más indescomponible tenía de más en sí misma, con respecto a sí misma,
en su corazón. Aquel negro, allí, junto a mi pie, no parecía ser negro sino más bien el
esfuerzo confuso por imaginar el negro de alguien que nunca lo hubiera visto ni
hubiera sabido detenerse, de alguien que hubiera imaginado un ser ambiguo, más allá
de los colores. Aquello semejaba un color pero también... una magulladura o más bien
una secreción, una grasitud —y otra cosa, un, olor por ejemplo; aquello se fundía en
olor a tierra mojada, a madera tibia y mojada, el olor negro extendido como un barniz
sobre la madera nerviosa, un sabor de fibra masticada, azucarada. Simplemente, yo
no veía ese negro; la vista es una invención abstracta, una idea limpia, simplificada,
una idea de hombre. Aquel negro, presencia amorfa y floja, desbordaba de lejos la
vista, el olfato, el gusto. Pero esta riqueza se convertía en confusión y al fin ya no era
nada porque era demasiado.
Aquel momento fue extraordinario. Yo estaba allí, inmóvil y helado, sumido en un
éxtasis horrible. Pero en el seno mismo de ese éxtasis, acababa de aparecer algo
nuevo: yo comprendía la Náusea, la poseía. A decir verdad, no me formulaba mis
descubrimientos. Pero creo que ahora me sería fácil expresarlos con palabras. Lo
esencial es la contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia no es la
necesidad. Existir es estar ahí, simplemente; los existentes aparecen, se dejan
encontrar, pero nunca es posible deducirlos. Creo que hay quienes han comprendido
esto. Sólo que han intentado superar esta contingencia inventando un ser necesario y
causa de sí. Pero ningún ser necesario puede explicar la existencia; la contingencia
no es una máscara, una apariencia que puede disiparse; es lo absoluto, en
consecuencia la gratuidad perfecta. Todo es gratuito: este jardín, esta ciudad, yo
mismo. Cuando uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago y todo empieza
a flotar, como la otra noche en el Rendez-vous des cheminots; eso es la Náusea; eso
es lo que los Cochinos —los del Coteau Vert y los otros— tratan de ocultarse con su
idea de derecho. Pero qué pobre mentira: nadie tiene derecho; ellos son enteramente
gratuitos, como los otros hombres; no logran no sentirse de más. Y en sí mismos,
secretamente, están de más, es decir, son amorfos y vagos, tristes.
¿Cuánto tiempo duró esta fascinación? Yo era la raíz de castaño. O más bien yo
era, por entero, conciencia de su existencia. Todavía separado de ella —puesto que
tenía conciencia— y sin embargo perdido en ella, nada más que ella. Una conciencia
incómoda y que no obstante se dejaba llevar con todo su peso, sin apoyo, por ese
trozo de madera inerte. El tiempo se había detenido: un charquito negro a mis pies;
era imposible que viniera algo después de aquel momento. Hubiera querido
arrancarme a aquel goce atroz, pero ni siquiera imaginaba que tal cosa fuese posible;
yo estaba dentro; la cepa no pasaba, permanecía allí en mis ojos, como se atraviesa
en un gaznate un trozo demasiado grande. No podía ni aceptarla ni rechazarla. ¿A
costa de qué esfuerzo alcé los ojos? ¿Y los alcé siquiera? ¿No me aniquilé más bien
durante un instante para renacer en el siguiente con la cabeza echada hacia atrás,
mirando hacia arriba? En realidad, no tuve conciencia de un paso. Pero de pronto me
resultó imposible pensar la existencia de la raíz. Se había borrado, era inútil que me
repitiera: existe, todavía está ahí, bajo el banco, contra mi pie derecho: esto ya no
significaba nada. La existencia no lo algo que se deja pensar de lejos: es preciso que
nos invada bruscamente, que se detenga sobre nosotros, que pese sobre nuestro
corazón como una gran bestia inmóvil; si no, no hay absolutamente nada.
Ya no había absolutamente nada, tenía los ojos vacíos, y estaba encantado con mi
liberación. Y de golpe, aquello empezó a agitarse delante de mis ojos, con
movimientos ligeros e inciertos: el viento sacudía la cima del árbol.
No me disgustaba ver algo en movimiento; me desviaba de todas aquellas
existencias inmóviles que me miraban como ojos fijos. Me decía, siguiendo el
balanceo de las ramas: los movimientos nunca existen del todo, son pasos
intermediarios entre dos existencias, tiempos débiles. Me disponía a verlos salir de la
nada, madurar progresivamente, abrirse; por fin iba a sorprender existencias a punto
de nacer.
Bastaron tres segundos para barrer con todas mis esperanzas. En esas ramas
vacilantes que tanteaban a su alrededor como ciegas, no lograba captar “paso” a la
existencia. Esta idea de paso era otra invención de los hombres. Una idea demasiado
clara. Todas esas agitaciones menudas se aislaban, se asentaban solas. Rebosaban
por todas, partes de las ramas y ramitas. Se arremolinaban alrededor de esas manos
secas, las envolvían con pequeños ciclones. Claro está, un movimiento era una cosa
distinta de un árbol. Pero a pesar de todo era un absoluto. Una cosa. Mis ojos no
encontraban jamás sino lo lleno. Allí bullían existencias en las puntas de las ramas,
existencias renovadas sin cesar y nunca nacidas. El viento existente venía a posarse
en el árbol como una gran mosca; y el árbol se estremecía. Pero el estremecimiento
no era una cualidad naciente, un paso de la potencia al acto; era una cosa; una cosa
estremecimiento que se escurría en el árbol, se apoderaba de él, lo sacudía y de
improviso lo abandonaba, se alejaba para girar sobre sí misma. Todo estaba pleno,
todo en acto, no había tiempo débil; todo, hasta el sobresalto más imperceptible,
estaba hecho de existencia. Y todos esos existentes que se afanaban alrededor del
árbol no venían de ninguna parte ni iban a ninguna parte. De golpe existían y
después, de golpe, no existían: la existencia no tiene memoria; no conserva nada de
los desaparecidos, ni siquiera un recuerdo. Existencia en todas partes, al infinito, de
más siempre y en todas partes; existencia, siempre limitada sólo por la existencia. Me
dejé estar en el banco, aturdido, abrumado por esa profusión de seres sin origen; en
todas partes eclosiones, florecimientos; me zumbaban de existencia los oídos, mi
misma carne palpitaba y se entreabría, se abandonaba a la brotadura universal; era
repugnante. “¿Pero por qué, pensaba yo, por qué tantas existencias, si todas se
parecen?” ¿A santo de qué tantos árboles todos parecidos, tantas existencias
frustradas y obstinadamente recomenzadas y de nuevo frustradas, como los torpes
esfuerzos de un insecto caído de espaldas? (Yo era uno de esos esfuerzos.) Esa
abundancia no hacía el efecto de generosidad, al contrario.. Era lúgubre, miserable,
trabada por sí misma. Esos árboles, esos grandes cuerpos desmañados... Me eché a
reír porque pensé de golpe en las primaveras formidables que se describen en los
libros, llenas de crujidos, estallidos, eclosiones gigantescas. Había imbéciles que
venían a hablar de voluntad de poder y lucha por la vida. ¿No habían mirado nunca
un animal o un árbol? Hubieran querido hacerme tomar ese plátano con sus placas de
peladera, esa encina medio podrida, por fuerzas jóvenes y ásperas que brotaban
hacia el cielo. ¿Debería representármela como una garra voraz que rompiese la tierra
para arrancarle su sustento?
Imposible ver las cosas de esta manera. Blanduras, debilidades, sí. Los árboles
flotaban, ¿ímpetu hacia el cielo? Más bien un derrumbe; a cada instante esperaba ver
arrugarse los troncos como juncos cansados, encogerse y caer al suelo en un montón
negro y blando con pliegues. No tenían ganas de existir, pero no podían evitarlo; eso
es todo. Entonces hacían todos sus pequeñas cocinas, despacito, sin entusiasmo; la
savia subía lentamente en los vasos, a contra gusto, y las raíces se hundían
lentamente en la tierra. Pero a cada instante parecían a punto de plantarlo todo allí y
de aniquilarse. Cansados y viejos, continuaban existiendo de mala gana, simplemente
porque eran demasiado débiles para morir, porque la muerte sólo podía venirles del
exterior: sólo las melodías musicales llevan en sí su propia muerte como una
necesidad interna; pero las melodías no existen. Todo lo que existe nace sin razón, se
prolonga por debilidad y muere por casualidad. Me dejé ir hacia atrás y cerré los
párpados. Pero las imágenes, en seguida vigilantes, saltaron y vinieron a colmar de
existencias mis ojos cerrados: la existencia es un lleno que el hombre no puede
abandonar.
Extrañas imágenes. Representaban una multitud de cosas. No cosas verdaderas,
otras que se les parecían. Objetos de madera que semejaban sillas, zuecos, otros
objetos que semejaban plantas. Y además dos rostros: la pareja que almorzaba a mi
lado, el otro domingo, en la cervecería Vézelise. Gordos, calientes, sensuales,
absurdos, con las orejas rojas. Veía los hombros y el pecho de la mujer. Existencia
desnuda. Aquellos dos —bruscamente esto me horrorizó— aquellos dos continuaban
existiendo en alguna parte de Bouville; en alguna parte—¿en medio de qué olores? —
aquel pecho suave continuaba acariciándose contra frescas telas, acurrucándose en
los encajes, y la mujer continuaba sintiendo que su pecho existía dentro del corpiño,
continuaba pensando: “mis senos, mis lindos frutos”, sonriendo misteriosamente,
atenta a la expansión de sus senos que la cosquilleaban y entonces grité y me
encontré con los ojos muy abiertos.
¿Soñé aquella enorme presencia? Estaba allí, posada en el jardín, volcada en los
árboles, toda blanda, embadurnándolo todo, espesa como una confitura. ¿Y yo estaba
adentro, con todo el jardín? Tenía miedo, pero sobre todo cólera; aquello me parecía
tan estúpido, tan fuera de lugar; odiaba esa mermelada innoble. ¡Sí, sí! Aquello subía
hasta el cielo, andaba por todas partes, lo llenaba todo con su caída gelatinosa y yo le
veía profundidades y profundidades, mucho más lejos que los límites del jardín y las
casas y Bouville; ya no estaba en Bouville ni en ninguna parte, flotaba. No me
sorprendía, sabía que era el Mundo, el Mundo completamente desnudo el que se
mostraba de golpe, y me ahogaba de cólera contra ese ser gordo y absurdo. Ni
siquiera podía uno preguntarse de dónde salía aquello, todo aquello, ni cómo era que
existía un mundo más bien que nada. Aquello no tenía sentido, el mundo estaba
presente, en todas partes presente, adelante, atrás. No había habido nada antes de
él. Nada. No había habido momento en que hubiera podido no existir. Eso era lo que
me irritaba: claro que no había ninguna razón para que existiera esa larva
resbaladiza. Pero no era posible que no existiera. Era impensable: para imaginar la
nada, era menester encontrarse allí, en pleno mundo, con los ojos bien abiertos, y
viviente; la nada sólo era una idea en mi cabeza, una idea existente que flotaba en
esa inmensidad; esa nada no había venido antes de la existencia, era una existencia
como cualquier otra, y aparecida después de muchas otras. Yo gritaba “¡qué
porquería, qué porquería!” y me sacudía para desembarazarme de esa porquería
pegajosa, pero ella resistía y había tanto, toneladas y toneladas de existencia,
indefinidamente; me ahogaba en el fondo de ese inmenso asco. Y entonces, de golpe,
el jardín se vació como por un gran agujero, el mundo desapareció de la misma
manera que había venido, o bien me desperté; en todo caso, no lo vi más; a mi
alrededor quedaba tierra amarilla, de donde brotaban ramas secas, erguidas en el
aire.
Me levanté, salí. Al llegar a la verja, me volví. Entonces el jardín me sonrió. Me
apoyé en la verja y miré largo rato. La sonrisa de los árboles, del macizo de laurel
quería decir algo; aquél era el verdadero secreto de la existencia. Recordé que un
domingo, no hace más de tres semanas, había captado en las cosas una especie de
aire de complicidad. ¿Se dirigía a mí? Sentí, fastidiado, que no contaba con ningún
medio para comprender. Ningún medio. Sin embargo estaba allí, a la espera,
semejante a una mirada. Estaba allí, en el tronco del castaño... era el castaño.
Parecía como si las cosas fueran pensamientos que se detenían en el camino, que se
olvidaban, que olvidaban lo que habían querido pensar, y permanecían así, saltando,
con un sentido pequeño y ridículo que las excedía. Ese pequeño sentido me irritaba;
no podía comprenderlo aunque me quedara setecientos años apoyado en la verja;
había conocido Codo lo que podía saber de la existencia. Me fui, y de vuelta en el
hotel, escribí esto"



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