Los zapatitos de la muchacha se mueven a paso ligero. “clap clap clap” sobre la vereda. De pronto se detienen, en una pequeña garita, en mitad de la cuadra: una parada de colectivo.
Por encima de los zapatitos, un short blanco cubre apenas sus piernas morenas, y una remera rosa de bambula le adorna el torso. Es un día soleado. La ciudad se arremolina a su alrededor de forma abrumadora. Los autos, los edificios, el smog.
La muchacha mira hacia el cielo unos momentos, con una mueca apesadumbrada. Piensa en la capa de ozono, en el calentamiento global, en los rayos ultravioletas que ahora le dañan la piel a ella y a los demás, piensa en si se podrá ir a vivir a otro planeta cuando éste estalle finalmente, y piensa en si los habitantes de otros planetas los dejarán pasar. Piensa en que desearía estar viajando entre las estrellas ahora mismo en lugar de estar esperando ese colectivo, y suspira. Son reflexiones extrañas para personas normales, pero no lo son para ella. Lo hace todo el tiempo.
La muchacha mira por la calle, pero el colectivo no se ve venir. Vuelve a su lugar y enciende un cigarrillo. Recuerda a su amigo, ese que le hace cosquillas cada vez que intenta prender uno en su presencia, y que le repite: “cada cigarrillo que prendés te acorta la vida en siete minutos”. Ella suele decirle que deje de molestarla, que su vida es suya y puede hacer lo que quiera con ella. De hecho, reflexiona, su vida no le importa tanto como para justificar que se aleje de su vicio. Inhala, exhala. Inhala, exhala. Suelta humo en cada acción. Lo ve irse. Cierra los ojos. Inhala, exhala.
Cuando vuelve a abrir los ojos, el colectivo se ve cercano. Arroja el cigarrillo, sube al colectivo. “plin plin plin” las monedas caen de a una en el monedero del colectivo. “plin” moneda que cae. “plin” otra moneda que cae. Detrás de suyo, una mujer empieza a mover el pie impaciente. La muchacha se fastidia y deja caer otra moneda (plin). “ya está arriba del colectivo, por qué está apurada?” se pregunta mientras deja caer por fin la última moneda (plin). Toma el boleto y se apiña al fondo, igual que lo que a ella le parecen otras cientos de personas. Ninguna parece relajada; todas, igual que la mujer que movía el pie mientras ella ponía las monedas, parecen estar impacientes por algo. “Será que esperan del mundo más de lo que el mundo les puede dar”, piensa la muchacha, y se encoge de hombros. De su billetera, como puede, saca una foto. La mira largamente, como esperando que su visión le haga menos tedioso el viaje. Tiene tantas ganas de verlo. Aprieta la foto en su puño y continúa mirando por la ventana. Falta poco.
Se baja, junto con unos cuantos compañeros de transporte público. Apenas camina unos pasos antes de toparse con un hombre de traje (¡Con ese calor!) que frunce el ceño y habla solo, a los gritos, por la calle. “El calor le está haciendo perder la cordura” piensa la muchacha, como si justo a ella le sorprendiera que alguien hable solo. Después ve colgando cerca del cuello del hombre un pendorchito negro. Un micrófono para manos libres. “Ah” se dice la muchacha, mientras comprende que, para su desgracia, en el mundo no hay tantos locos como a ella le gustaría. “Aunque a veces me da la sensación de que los que están mal de la cabeza son ellos…”, murmura mientras sigue su camino abstraída. No le interesan los demás en este momento. Sólo piensa en él.
Empieza a sentir su perfume aún a la distancia. Y el sonido musical de sus movimientos. Está tan feliz que baja corriendo la escalera que los mantiene alejados, y tiene que frenar de golpe para no caerse de lleno. Está por fin frente a él. Está por fin frente al mar. Está por fin sola con su verdadero amigo.
Busca despacio una roca en la cual sentarse a ver un rato la inmensidad del horizonte. Quiere una roca cercana, que le permita a las olas salpicarla un poco. La encuentra y se sienta con las piernas cruzadas. Allí, entre las piedras, mirando el mar, se siente feliz. Desde allí abajo no se escuchan los autos, apenas sí se siente a lo lejos el murmullo de la gente. Pero hay como un muro invisible que la separa de la civilización, y la ayuda a encontrarse consigo misma. Por eso le gusta tanto estar allí siempre que puede.
Luego de un largo rato de estar sentada frente al mar reflexionando, acerca de las cosas, acerca de la vida, o simplemente disfrutando de la espuma blanca de las olas chocando contra la escollera, la muchacha descubre a otra que, a su derecha, también mira el mar. Y llora.
Está sola.
“Debe llorar por su soledad” se dice. “Yo antes también temía tanto a la soledad que me hacía llorar. Ahora no. No le temo, no me angustia” se miente. “En realidad, no es que ya no le tema, ni que ya no me angustie. Es que aprendí a cargar con esta angustia todo el tiempo; es tan natural que ya ni para llorar me sirve”, se sincera, finalmente. “Pero al menos, me permite conocerme mejor” se consuela, y sonríe.
Prefiere seguir mirando el mar. Se acuerda de esa canción que dice “sola con su amor el mar…” y piensa que va muy bien con ella. Ella está enamorada del mar.
De golpe, una fuerte ola le moja apenas los pies. Sonríe. Se siente feliz.
Su celular empieza a sonar, sacándola de su ensimismamiento. Ella lo saca de su cartera, que había dejado un poco alejada para evitar que se mojara; mientras, una nueva ola le moja los pies hasta los tobillos. Intenta ver el mensaje que le habían mandado, pero no puede. Una enorme ola, mucho más grande que las anteriores, la empapa, y, casi como si fuera un manotazo, tira del celular que cae al agua. La muchacha se queda perpleja un instante, mientras el mar se revuelve como si estuviera dando brincos de satisfacción. La muchacha comprende lo que pasa, y empieza a reírse a carcajadas.
Aquella que se había sentado a su derecha y lloraba, ahora la mira sorprendida. O asustada. No se sabe si está preocupada por el celular perdido en el océano, o por la repentina carcajada de su compañera, pero evidentemente, está incómoda.
La muchacha no le hace caso, acaba de entrar en una especie de delirio. Abre su cartera, saca la billetera. Cuenta los billetes de a uno. Su compañera, aún extrañada, la mira contar su capital. Tiene bastante encima.
“Uno, dos, tres..” cuenta la muchacha. Termina y vuelve a empezar. “Uno, dos, tres…” . Luego de contar por cuarta vez los billetes, los vuelve a meter prolijamente en la billetera. Saca su DNI y lo mira un largo rato, página por página. Luego,saca tarjetas: de colectivo, la tarjeta de débito que nunca activó, la tarjeta del mecánico, la tarjeta del soldado con el que pasó una noche, allá, hace tiempo. Las mira una por una. En todo lo que hace, parece buscar algo. Como si buscara algo que valiera la pena.
Luego de volver a guardar todo lo que sacó de su billetera, la muchacha pega un grito de “¡Libertaaaaaaaaaaaaaaad!” y arroja su billetera al mar.
El océano festeja. Una nueva ola enorme la empapa de pies a cabeza, y ella salta y festeja. Sigue riendo. Cuando voltea, ve que su compañera se aleja. Está demasiado asustada, cree que está loca. “Pues sí, lo estoy amiga. Qué lástima que vos todavía estés cuerda”.
El proceso de la billetera se repite con todo lo que lleva en la cartera. Va examinando las cosas de a una, hasta descubrir que no tienen ningún valor. Entonces las arroja al mar. Luego de cada arrojada, una ola la moja. Ambos están felices.
Finalmente, se guarda el paquete de cigarrillos en el bolsillo, y arroja la cartera de cuero. “Chau para siempre!”, le grita. Se sienta, y, cuando está por encender un cigarrillo, una salpicada se lo moja. Ella mira al mar, enfurecida, luego sonríe: “el último, lo prometo”. Las aguas se quedan quietas, y ella prende otro cigarrillo. Lo fuma despacio, mirando el horizonte.
La marea empieza a subir, y de a poco se acerca a sus pies. Ella mira el agua acercarse, le sonríe. Se quita un zapato, luego otro, y los arroja también al mar. Inhala, exhala.
Cuando termina su cigarrillo, arroja la colilla, junto con la caja y el encendedor. “Y yo me quejaba de los que contaminaban” se ríe.
Permanece sentada. Luego se acuesta y cierra los ojos. Escucha. El mar empieza a mojarla cada vez más. No le molesta, le gusta. Siente un placer casi obsceno cuando el agua fría le roza la entrepierna. Se estremece. Con los ojos aún cerrados, se desprende el pantalón, y el agua misma empieza a tirar de él. Entre ambos, logran que la prenda nade mar abajo junto con el resto de las pertenencias de la muchacha.
El mismo proceso se repite son su remera. La muchacha sigue sin abrir los ojos. No la ve, pero siente la soledad a su alrededor, y siente con una claridad estremecedora el agua del mar cubriéndola hasta los hombros. No deja de sonreír.
Finalmente, queda completamente desnuda en la roca. Las olas la cubren una y otra vez. Empieza a resbalar por la roca. No se inmuta. Sigue sonriendo. Las olas la hacen resbalar por la roca, ella lanza una carcajada
El mar la arrastra hacia el horizonte. Mientras se deja llevar, ella piensa que llegar al horizonte es un recurso muy poético para terminar una historia. Que la hace pensar en cosas lindas, como en cumplir sueños. Que a ella le gustaría leer una historia en donde al final, el protagonista alcanza el horizonte.
-Cuando lleguemos, te voy a escribir una historia-le dice al mar. Y sigue sonriendo.
Aaaah bueno , qué historia !!!!!! empecé a leer creyendo que quizás fuese autobiográfico y antes de darme cuenta a la chica se la estaba llevando el mar... un placer de texto !!!
ResponderEliminardesprendernos de las cosas sin valor, qué tema para los hombres, que somos tan posesivos, tan creyentes de que las cosas nos hacen lo que somos ... de todos modos a veces desde adentro nos pica una necesidad de tirar cosas (a mí me pasa cada tanto) para hacer espacio (que después, para variar, se llena de nuevas cosas jaja)
un beso mujer !!! y buena semana :)
Que buen texto, me ha gustado mucho. Te invito de manera cordial a que visites el Blog de Boris Estebitan y leas uno de mis escritos titulado "La Balada de Dracula", espero que tu tambien te diviertas leyendome, saludos.
ResponderEliminar